Mi cabeza es una verdadera ensaladera en la que se revuelven montones de ideas. Constantemente encuentro nuevos intereses, a la vez que deseo vivir con más pasión mis actividades cotidianas, las cuales me ayudan a concentrarme y despejarme de tantas inquietudes. Destaca entre ellas la lectura, quien juega un rol fundamental.
En los últimos 4 años he redescubierto mi interés por los libros. Si bien no me considero un lector asiduo, debido a que veces pasa un buen tiempo en que no leo nada especial, cuando me “pica el bicho de la lectura” me pica en serio. Creo que en el último semestre he leído unos 7 libros, algunos de ellos los había descubierto cuando niño, como las famosas epopeyas La Ilíada y La Odisea, fantásticas aventuras que volví a gozar.
En estos años he pasado por la ciencia ficción pura con El hombre bicentenario de Isaac Asimov; la poesía y la pasión de Confieso que he vivido, esa magistral memoria de vida de don Pablo Neruda; la técnica misma con Damned Lies and Statistics, de Joel Best; entre varios otros, para terminar actualmente con un clásico de la literatura inglesa y universal, Hamlet del genial Shakespeare. Este libro jamás lo leí en el colegio, pero sí lo hizo mi hermano, por lo que estando disponible en nuestro hogar de Linares, lo tomé, lo traje a Santiago y me lo devoré. Un libro que me ha apasionado tremendamente, jamás pensé que sería así. De hecho, comencé a leerlo pensando “Es un clásico que me interesa sólo por ese motivo, posiblemente me aburra”; pero nada de eso, pues me reí, preocupé, enojé, entristecí, apasioné como Hamlet…
De esta obra maestra es el texto que rescato a continuación, específicamente de una conversación entre el Rey Claudio y Laertes (para mayores detalles lea el libro, es un imperdible, no se arrepentirá)
(En mi texto es la página 132, al fondo)
LAERTES.- ¿Por qué lo preguntáis?
CLAUDIO.- No porque piense que no amabas a tu padre, sino porque sé que el amor está sujeto al tiempo. Y, según me lo hace ver la experiencia, el tiempo extingue su ardor y sus centellas. Existe en medio de la llama de amor una mecha o pabilo que la mengua al fin; nada permanece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la bondad misma al llegar a la plétora perece por su propio exceso. Cuanto nos proponemos hacer, debería ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos , porque la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece, según las lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesan; y entonces aquel estéril deseo es semejante a un suspiro que exhalando pródigo el aliento, causa daño en vez de dar alivio…